Refugio en el bar.

Busqué la pequeña y antigua taberna, en la que nada había cambiado desde mi primera estancia en esta ciudad hace unos tres años, también la tabernera, los meseros y los de seguridad eran todavía los de antes. 

Ciertamente que era sólo un refugio como, por ejemplo, el de la escalera junto a la araucaria; aquí tampoco encontraba yo hogar ni comunidad, sólo hallaba un lugar de observación, ante un escenario, en el cual gente extraña representaba extrañas comedias; pero al menos este lugar tenía en sí algo de valor: no había muchedumbre, ni mesas de madera sin tapete (¡ni mármoles, ni porcelona, ni peluche, ni latón dorado!), y ante cada uno, un buen vaso, un buen vino fuerte.

Quizás   también eran mozos solitarios y descarrilados como yo, tranquilos y meditabundos bebedores, de quebrados ideales, lobos de la estepa y pobres diablos ellos también; yo no lo sabía.

De cada uno de ellos tiraba hacia aquí una nostalgia, un desengaño, una necesidad de compensación; el casado buscaba la atmósfera de su época de soltero, el viejo funcionario, la reminiscencia de sus años de estudiante; todos ellos eran bastante taciturnos, y todos eran bebedores y preferían, lo mismo que yo, estar aquí sentados ant un tarro de cerveza escuchando un rock del de antes. 

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